Legazpi, el barrio que no existía

Zoe López Mediero

Desde la Escuela de Chicago, Ernest E. Burgués concibió el mapa de la ciudad como «divisible en
zonas concéntricas, una de las cuales, la zona de transición, no era otra cosa que un pasillo entre el distrito central y las zonas habitacionales y residenciales que ocupaban los círculos más externos. Lo más frecuente era permanecer en esa área transitoriamente, excepto en el caso de sus vecinos habituales, gentes caracterizadas por lo frágil de su asentamiento social: inmigrantes, marginados, artistas, viciosos, etc”. Esta fue una de las primeras referencias de las que nos servimos cuando, recién llegados, necesitábamos una descripción y una imagen que nos ayudara ha hacer un retrato, o un relato, que compartir con otros.

Desde la escuela belga de la sociología urbana, Jean Remy sugería» […] el concepto de espacio intersticial para aludir a espacios y tiempos “neutros”, ubicados con frecuencia en los centros urbanos, no asociados a actividades precisas, poco o nada definidos, disponibles para que en ellos se produzca lo que es a un mismo tiempo lo más esencial y lo más trivial de la vida ciudadana: una sociabilidad que no es más que una masa de altos, aceleraciones, contactos ocasionales altamente diversificados, conflictos, inconsecuencias.” Pero considerar el nuevo proyecto-espacio de arte como «poco o nada definidos» era un desafío tanto de cara a la estructura política de la que emergía el proyecto como de cara a la comunidad artística. En general, la falta de definición es algo mal considerado en estas esferas, si bien la duda, la incertidumbre, la no afirmación, eran las únicas herramientas y actitudes válidas a la hora de establecer una relación que estuviera basada en la expresión de un deseo sincero de comenzar un diálogo en el que las condiciones no estaban – al menos totalmente- establecidas a priori.

El concepto que mejor ha sabido resumir la naturaleza puramente diagramática de lo que sucede en la calle es el de espacio, tal y como lo propusiera Michel de Certeau, para aludir a la
renuncia a un lugar considerable como propio, o a un lugar que se ha esfumado para dar paso a la pura posibilidad de lugar, para devenir, todo él, umbral o frontera”

Por tanto, no hay conocimiento fidedigno del contexto al que remitirnos, ni saber unívoco acumulado sobre él, ni obstáculos ya vencidos o errores evitables. Tampoco hay certezas ni objetivos comunes que deban ser tenidos en cuenta antes de comenzar. Algunos proyectos se ocupan precisamente en esto: ¿Qué queda entonces? ¿Y por qué no denominarlo, simplemente “barrio”? ¿Qué es exactamente el contexto?, ¿Cómo operamos con erspecto a la tradición del site?

Estas definiciones convertían el territorio “Legazpi” en uno muy interesante, dado que intervenir en él sería interpelar al mismo núcleo de la ciudad contemporánea. Frente a las intervenciones en espacios marginales, que como sabemos pueden convertirse, casi inevitablemente, en potentes máquinas de difusión de los proyectos artísticos o políticos socialmente comprometidos, trabajar en el núcleo de la ciudad podría significar entonces que los efectos se producen en el ámbito de lo cotidiano y de presente.

Legazpi, no tenía, hasta ahora, un nombre asignado en el legitimado mapa cultural de la ciudad. Y veremos cómo la institución de la cultura “contemporánea” que convierte en un marcador en esta parte del territorio, y lo convierte en otra cosa que lo que es ahora, la calle. Si “La noción de espacio remite a la extensión o distancia entre dos puntos, ejercicio de los lugares haciendo sociedad entre ellos, pero que no da como resultado un lugar, sino tan solo, a lo sumo, un tránsito, una ruta. Lo que se opone al espacio es la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas, en otras palabras, un territorio. Si el territorio es un lugar ocupado, el espacio es ante todo un lugar practicado”. Frente a este campo abierto que es el lugar practicado, el riesgo es la conversión de la calle en museo, del paseo en visita guiada, del descampado en parque urbano.

Ha sido siempre complejo identificar y definir este territorio a otros, como lo debe ser describir cualquier espacio que se resiste a convertirse en lugar. En este caso son los artistas los que inevitablemente siguen en su mayoría acercándose al lugar con el concepto de “little comunity”, heredado de la antropología clásica. El artista espera, más o menos conscientemente, una primera aproximación al territorio, aunque sea muchas veces con el ánimo utópico de desmontarla y reconstruirla.

La expansión del “arte social” que hereda la inercia crítica de mayo del 68 y continua en la tradición histórica del término “arte en el espacio público”, tiene aún ante sí la tarea de un Sísifo, que corre peligro de ver su enorme carga deslizándose por el precipicio entre la alta y la baja cultura, la vanguardia artística y el ciudadano de a pie. Además, como el mismo Delgado resume excepcionalmente “el estudio de estructuras estables en las sociedades urbanizadas sólo puede llevarse a cabo descontándoles, por así decirlo, precisamente su dimensión urbana, es decir la tendencia constante que experimentan a insertarse –cabe decir incluso a desleírse¬ en tramas relacionales en laberinto”.19

El barrio de Legazpi tiende a interpretarse además como un “barrio obrero” y un “barrio de inmigrantes”, a pesar de que los “barrios de inmigrantes” no son homogéneos ni social ni culturalmente, y que, más incluso que los vínculos de vecindad, el inmigrante tiende a ubicarse en tramas de apoyo mutuo que se tejen a lo largo y ancho del espacio social de la ciudad, lo que, lejos de condenarle al encierro de su gueto, le obliga a pasarse el tiempo trasladándose de un barrio a otro, de una ciudad a otra¬ El inmigrante en efecto es, tal y como Isaac Joseph nos ha hecho notar, un “visitador nato”.

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